Enero 2011
Seguimos la
rutina de las mañanas previas, levantarnos y desayunar.
Previo a iniciar
el itinerario del día, pasamos por el supermercado a comprar agua mineral y
caramelos. Con las cantimploras llenas, y mochilas es la espalda, iniciamos la
caminata hacia la laguna La Zeta. El primer día cuando pasamos por la oficina
de turismo nos habían informado que había un sendero que partía de la ciudad, subía
por el cerro y llegaba a la laguna.
Fuimos por la
avenida Fontana, alejándonos de la zona céntrica, donde las calles iban
perdiendo pavimento al mismo tiempo que desaparecían las veredas. No era
justamente la zona más linda de la ciudad, a medida que íbamos subiendo las
casas iban siendo más precarias, con más animales y más suciedad. Finalmente
hallamos un cartel, que se leía parcialmente, ya que había perdido la mitad de
las letras probablemente por los avatares del clima. Era el cartel que hacía
referencia al inicio del “sendero” hacia la Laguna La Zeta.
El sendero
estaba muy mal señalizado, con partes más planas y otras en ascenso, bastante
feo. Nos topamos con un par de ramificaciones, eligiendo azarosamente nuestro
camino. Terminamos en el camino de ripio para autos, que era otra de las
opciones para ascender. Continuamos por éste, esquivando bosta de vaca y de caballo.
En un sector se veían vacas sueltas a menos de 50 metros que afortunadamente no
eran sociables y se quedaron donde estaban. En unos metros del camino, el
terreno era ondulante con subidas y bajadas aparentemente preparadas para
motocross. No tengo registro de cuanto tiempo nos llevaron esos 5 km.
Llegamos a la
laguna la Zeta, justo en ese momento había 2 personas con un auto, que en pocos
minutos se fueron. Había un muellecito con una especie de templete en el
extremo que estaba sobre la laguna, con los pilotes en el agua. El resto de la
laguna estaba rodeada de vegetación haciendo casi imposible el acceso a la
misma. Nos quedamos solos; aprovechamos para sacar unas fotos, y sentarnos a
comer una barrita de cereal.
Volvimos por el camino
de ripio, pero esta vez lo seguimos hasta el final. Había bastante polvo, dado
que hacía varios días que no llovía. El descenso fue más rápido con Seba
inventando canciones bajo los rayos del sol, deteniéndonos un par de veces para
sacar fotos panorámicas de la ciudad.
Nuestro
siguiente destino era la Trochita, el “Viejo Expreso Patagónico”. Teníamos
tickets ($80 argentinos, $160 extranjeros), que habíamos sacado el día anterior.
El tren partía a la 14 hs, con asientos numerados. Como llegamos con una hora
de anticipación, sacamos varias fotos a la formación, que aun se encontraba
vacía. Comimos unas galletitas y agua, era la hora del almuerzo y no había
tiempo para comer otra cosa. Rápidamente se hizo el horario de salir.
Nos toco un
vagón de primera clase, con asientos mullidos, y un poquito más espaciosos que
los de clase económica que eran de madera. Es azaroso el vagón que se le asigna a uno a la
hora de comprar el pasaje, el precio de ambos es el mismo.
Cada vagón del
tren, que actualmente se utiliza con fines turísticos, tenía un guía que hablaba sobre la historia y características del mismo. Inicialmente conectaba
Esquel con la localidad de Ingeniero Jacobacci en Río Negro (402 km). En ese
momento era un medio de transporte de pasajeros y mercancías (alimentos, ropa,
etc). Según contaba, los viajes eran largos, de muchas horas, donde en los
meses fríos las familias se reunían alrededor de las salamandras ubicadas en el
centro de los coches, donde cantaban al compás de las guitarras, y varios hasta
cocinaban. En algunos trayectos la velocidad era tan lenta, que la gente podía
bajar del tren, caminar un poco al lado del mismo y luego volver a subir.
Ahora solo se
hacen 2 trayectos, El Maitén- Desvío Bruno Thomae- El Maitén (excursiones que
parte de El Bolsón) o Esquel- Nahuel Pan- Esquel.
Nosotros salimos
desde Esquel, con destino a la estación Nahuel Pan, a 20 km. Desde las vías
teníamos una vista diferente, al principio de la ciudad y luego de la estepa
patagónica. Dentro de la ciudad, había casas que daban directamente a las vías
del tren; del otro lado tuvimos una vista panorámica del cementerio, rodeado de
pinos, que era bastante grande por la cantidad de habitantes que tiene la
ciudad; seguramente había más muertos que vivos.
Posteriormente
más estepa, montañas a lo lejos, el cerro Nahuel Pan (en mapuche tiene un
significado, nahuel: tigre, puma, pan: hijo o descendiente). Tras una hora de
viaje, llegamos a la estación Nahuel Pan. Era un pueblo fantasma, que solo
tenía vida 2 veces al día, cuando llegaba el tren. En este lugar, el tren
permanecía una hora, tiempo en el que la locomotora era cambiaba al otro extremo
del tren, circulando por una vía accesoria.
Había puestos de
artesanos, “La Casa de las Artesanas”, donde vendían bufandas, gorros, medias,
sweaters tejidos por gente de la zona. En las puertas de 2 casas vendían tortas
fritas en una y bebidas en la otra. También estaba la posibilidad de visitar el
Museo de Culturas Originarias (Tehuelche-Mapuche) donde no entramos, era super
pequeño y la entrada costaba $5. Presenciamos una imagen que representaba a la
obesidad presente y futura. Una familia, padre obeso, madre con sobrepeso,
seguramente pisando el límite de obesidad con niño con sobrepeso. El hombre
desparramado sobre una piedra con una torta frita en una mano y una gaseosa regular en
la otra. Una imagen que decía más que mil palabras.
Cuando estábamos
ahí nos dimos cuenta cuanto nos habíamos quemado a la mañana. Teníamos las
piernas (la parte que quedaba libre entre shorts y medias) coloradas al igual
que los brazos, donde no nos habíamos puesto protector solar. Apenas había
habido una resolana, pero eso fue suficiente para quemarnos.
Acercándose la
hora de partir, todos volvimos a nuestros lugares. Como a la ida habíamos
viajado de espalda, regresamos de frente. De igual manera los artesanos
levantaron sus puestos y se subieron a sus autos y se fueron. Las 2 casitas
cerraron sus puertas. La vida del lugar se acabó…
El viaje estuvo
animado por una serie de personajes. Pasó una chica anunciando los servicios
del vagón comedor donde servían café, té, chocolate y tortas, el fotógrafo (que
ofrecía sacar fotos en la locomotora, color, sepia o blanco y negro), una
señora que cantaba canciones en mapuche y tocaba el “cultrum”, un instrumento de
percusión de igual origen (uno podía comprarle el cd de $25 o hacer una
contribución a la gorra), la vendedora de libros sobre el tren ($30), etc.
Entre una cosa y otra, la hora de regreso transcurrió rápidamente. A las 16:45 ya
estábamos en la estación Esquel.
Anterior/ Siguiente
Anterior/ Siguiente
No hay comentarios:
Publicar un comentario