By Sole
Fuimos
a la oficina de información turística, donde nos explicaron qué actividades se
podían hacer en la zona, las sendas de trekking, dónde iniciaban y la
dificultad.
Íbamos
a comenzar con los Miradores de los arroyos Coa Co y Blanco. Para acceder a los
senderos que conducían a estas cascadas, tomamos una calle- ruta de ripio que
continuaba a la calle “Carpintero Gigante”, y en un ascenso espiralado
constante recorría unos 1500
metros . El cansancio acumulado de los días previos y la
falta de descanso se hizo notar; llegamos arriba en unos 20 minutos, pero
tuvimos que hacer un esfuerzo mayor al habitual para lograrlo. Digamos que nos
arrastramos como 2 gusanos, acompañados de un tiempo absolutamente ciclotímico
que iba de lloviznas a un nublado con unos tímidos rayos de sol.
Parece
que el agua era abundante o barata en la zona, porque pasamos por casas que
tenían jardines con los aspersores funcionando al mismo tiempo que llovía.
Al
final del camino, llegamos a un terreno plano, donde había una playa de
estacionamiento "Pampa de Los Alamos" y una especie de proveduría que parecía cerrada. Sólo había un
par de autos estacionados, y un par de personas que regresaban del mirador.
Comenzamos
por el del arroyo Coa Co. Luego de un suave desnivel ascendente siguió un
camino, bastante ancho y plano por el bosque, donde una vez más nos encontramos
con las cenizas volcánicas grises. Al final del mismo, un entarimado de madera
con un banco que conformaba el mirador propiamente dicho. Cuando llegamos había
4 personas que estaban sentadas en el banco, que estaba parcialmente cubierto
por un ciprés. Rápidamente abandonaron el lugar, y nos apoderamos del asiento.
En ese momento, comenzó a chispear nuevamente, y pocos minutos después se
transformó en lluvia. El ciprés nos tapaba casi por completo del agua, así que
nos quedamos ahí abajo tomando mate. Delante nuestro, más allá de la baranda de
madera, teníamos un precipicio de paredes rocosas con algunos cipreses aferrados
a las mismas; es increíble en los lugares donde crecen estos árboles! Hacia la
izquierda apenas se llegaba a divisar el lago Traful por lo bajas que estaban
las nubes, y a la derecha, en un rincón la cascada, que terminaba en un
piletón, del que salía una cascada más pequeña, que daba origen a un arroyito.
Por detrás de la cascada, en un plano diferente, el Cerro Monje. Estuvimos
tanto tiempo sentados ahí, que hasta pudimos ver el perfil de un monje rezando
en la cima del mismo; imaginación de por medio, obviamente! “mmm, parará???”. Apostamos a que así
sería… y finalmente amainó!
Comenzamos
a caminar hacia el mismo lugar por el que habíamos venido. En un momento nos
desviamos en por un camino, más angosto, que iba por la ladera del cerro, que
seguramente llevase al arroyo, para ver la cascada desde un punto más cercano.
Por más que había varias pisadas no era el camino correcto, y no estaba el día
ni teníamos las piernas en condiciones para ese tipo de exploraciones.
Retrocedimos sobre nuestros pasos y empalmamos con el camino principal que nos
dejó en el inicio del sendero al Arroyo Blanco. Luego de un leve ascenso,
continuaron varios metros de descenso, lo que no nos puso muy felices, porque
todo lo que desciende, luego asciende, cuando uno va y viene por el mismo
camino… Llegamos a una bifurcación: hacia la izquierda “la cascada”, hacia la
derecha un cartel que decía “Pájaros”. Íbamos a ver la cascada, así que optamos por la primera
opción, y en la vuelta veríamos los que significase “Pájaros”, ya
que el circuito era circular.
Esta
vez, el entarimado que estaba en el mirador, era más precario que el de la otra
cascada, y en algunos sectores le faltaba la baranda. A lo lejos, en un rincón,
entre dos macizos de piedras estaba la cascada. Mientras estábamos observándola
vimos que había 2 personas que estaban muy pero muy cerca de la misma. Seba,
con su gran espíritu aventurero, quería ir hacia ahí,
pero recibió como respuesta un rotundo “NO!
Volvamos”. Puso cara de puchero como un niño, y comenzó a caminar por el
camino de regreso, que en ese sector iba bordeando un precipicio, con el arroyo
en el fondo.
La idea era que se viera la cascada de fondo... |
Posteriormente nos internalizamos en un bosque de coihues muy
altos y flacos, algunos con ramas secas que por acción del viento se movían
generando el sonido del crujido de las puertas con bisagras sin aceite. “Mmm,
qué posibilidad hay de que se caiga una rama seca?” pregunté, “ninguna, las ramas se caen en invierno
por el peso de la nieve que se deposita
en ellas”, aseguró Seba.
De a
poco el camino se estrechó, desapareció el bosque, y aparecieron varios arbustos, y vegetación verde, muy espesa, que en algunos sectores ocluía
parcialmente el paso. Y cómo es característico en nuestros trekkings, apareció
el sendero de bosta que fuimos siguiendo y nos condujo a una especie de
templete de madera. Justo, justo, en el momento que estábamos ahí, se largó a
llover!!! Nos metimos en la pequeña construcción de madera, que tenía asientos
e información sobre las aves de la zona. Nos quedamos ahí, hasta que pasó el
chaparrón.
El templete que nos protegió de la lluvia |
Unos
metros más adelante llegamos al cartel “Pájaros” de la bifurcación, que fue
seguido del doloroso ascenso del trecho que habíamos descendido previamente.
El
retorno al pueblo fue rápido, ya que los 1,5 km fueron en descenso casi constante, y contaron
con el estímulo de la garúa, que nos hacía caminar más rápido para no llegar a
destino mojados. En algunas curvas el suelo que era de barro estaba en muy mal
estado, con pozos y huellas profundas; un auto con un conductor no muy avezado
podría quedar varado muy fácilmente.
Al
final del camino nos topamos con una panadería donde compramos 2 facturas y ¼
de de cuadraditos de grasa. Volvimos a la hostería.
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