Septiembre 2011
El cuarto día en Tandil amaneció lindo, por lo que luego de un rápido desayuno, nos fuimos para la Reserva Natural Sierra del Tigre. Caminamos derecho por la calle Suiza, aproximadamente 1 km, hacia el lado contrario al que habíamos caminado para ir a ver la cascada días atrás. Camino bastante solitario en el que solo nos cruzamos con una liebre que pasó de un lado al otro de la calle.
El cuarto día en Tandil amaneció lindo, por lo que luego de un rápido desayuno, nos fuimos para la Reserva Natural Sierra del Tigre. Caminamos derecho por la calle Suiza, aproximadamente 1 km, hacia el lado contrario al que habíamos caminado para ir a ver la cascada días atrás. Camino bastante solitario en el que solo nos cruzamos con una liebre que pasó de un lado al otro de la calle.
Al final de la calle nos topamos con
la Reserva. En la entrada estaba el cartel que indicaba que los días de lluvia y
los miércoles permanecía cerrada. Tal vez por la temprana hora y/o no
encontrarnos en época de vacaciones el lugar estaba prácticamente desierto.
Pagamos la entrada de $14 cada uno y emprendimos la caminata por un sendero de
ripio, el mismo de circulación vehicular. A pocos metros nos topamos con las
ruinas de piedra de una vieja construcción, y a la distancia ya aparecieron los
primeros animales. El primero en darnos la bienvenida fue un burro que estaba
parado a la izquierda del camino. Tengo que reconocer que la cercanía con el
animal me puso un poco ansiosa. No soy muy amiga de los animales y menos cuando
están sueltos y a pocos metros. Pasamos al lado del burro,
ignorándonos mutuamente. Ya me había advertido el administrador de las cabañas
que la reserva estaba llena de burros y que algunos estaban tan acostumbrados al
contacto con humanos que se acercaban en busca de comida.
Ascendimos un poco y llegamos al
primer estacionamiento con su mirador correspondiente (a lo largo del camino
había estacionamientos numerados del 1 al 7 para que la gente que iba en auto, aparcase y diera una vuelta por el lugar). Desde ahí se
veía el Cerro Animas y La Blanca, la calle Don Bosco y distintos campos cercanos
con plantaciones. Tomamos algunas fotos y continuamos caminando. A estas
alturas el sol brillaba en el cielo, subiendo la temperatura del
lugar.
Seguimos ascendiendo hasta llegar al
Cerro Venado (389 metros), desde donde vimos más burros, caballos, pájaros amistosos y hasta un zorrito.
Continuamos caminando, parando,
caminando y hasta nos metimos en un desvío peatonal de la senda (Sendero de los
Picapedreros) que nos trasportó a una cantera abandonada. Cuántas cosas se
pierde el sedentario que hace todo el recorrido sentado cómodamente en su auto -o zarandeándose como en una licuadora por las irregularidades del camino-.
A los pocos metros comenzamos a
descender, llegando al punto desde el cual habíamos
partido.
En la entrada de la reserva estaba el serpentario con un
par de ejemplares de la especie del lugar: la yarará de la cruz (Bothrops
alternatus). Este es un ofidio venenoso que habita en el sur de la
provincia de Buenos Aires. Ya habíamos leído al respecto antes de viajar, y que
hacer en caso de mordedura, además de rezar! Incluso Seba antes de viajar me había dicho "¿Por qué no me conseguís suero anti-ofídico?", como si me estuviese pidiendo una aspirina. Afortunadamente ninguna se
interpuso en nuestro camino, y si lo hizo no nos dimos cuenta.
Además de las serpientes, había un
sector, delimitado por rejas donde se encontraban 2 ejemplares de puma, que
impresionaban ser pequeños. No sé porque los tenían metidos en una pequeña
jaula, teniendo un sector bastante amplio y parecido a su hábitat natural que
estaba destinado a ellos...
Para el otro lado, había algunas
jaulas con animales varios que me pareció como un mini zoo: faisanes, un gato
montés, gansos, carpinchos, ñandúes, gallinas de guinea y hasta una lechuza! Tal
vez en algún lado estaba la explicación de porque esos animales estaban ahí
encerrados, pero es chocante ver eso justo en una "reserva
natural".
Ya, siendo el mediodía emprendimos el
regreso a pie, por la misma ruta por la que habíamos ido. Volvimos a almorzar a
nuestra casita.
Luego de comer, mientras Sebas
merodeaba por el jardín del complejo en el que estábamos divisó una lechuza
parada en el cerco, igual a la que habíamos visto enjaulada a la mañana, la
única diferencia era que esta estaba en libertad!
A la tarde, tras un descanso y por
recomendación del administrador del lugar fuimos al Valle del
picapedrero, un terreno privado donde algunas personas pago de por medio van
a practicar escalada. Esta vez salimos en auto porque estaba a varios
kilómetros, haciendo parte del recorrido que habíamos hecho el día anterior para
llegar al Cerro Centinela.
En la entrada del predio nos
comunicamos telefónicamente con el número de la dueña que estaba anotado en la
tranquera del lugar; para entrar en forma particular hay que pedir autorización
a ella. Tras un interrogatorio de que íbamos a hacer, cuantos éramos y si
teníamos niños o no, nos permitió (siempre vía telefónica) el ingreso, con la
condición de que no nos apartásemos del sendero principal. Tuvimos que trepar y
traspasar las dos tranqueras que estaban cerradas. No bien las pasamos nos
encontramos con un grupo de niños que estaban de excursión en el
lugar. Como habíamos pactado tomamos el camino principal, el cual va bordeando
un cerro, en el que hay varios miradores: oeste, sur y este. A lo lejos vimos
un grupo de chicos con algunos adultos que estaban escalando. El caminito fue corto, no
creo que nos haya llevado más de media hora, incluidas un par de paradas para
tomar fotos.
Como aún era temprano y teníamos el
termo con agua caliente, nos fuimos al Lago del Fuerte a tomar mate. En
uno de los costados del lago, hay una gran playa de estacionamiento y
traspasándola, un espacio con bancos que miran al lago. En uno de estos nos
sentamos y permanecimos un buen rato tomando mate y mirando todo lo que nos
rodeaba: los deportistas que pasaban corriendo, las señoras que caminaban
alrededor del lago, los que remaban en los kayaks, y hasta un grupo de gansos
agresivos, que patoteramente pedían comida a la gente que estaba sentada en la
orilla. Era una tarde soleada con una agradable temperatura, salvo por los momentos
en que soplaba el viento.
Al día siguiente nos levantamos temprano para
seguir nuestro camino hacia Villa Ventana...
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