viernes, 1 de febrero de 2013

Esquel - Últimos días

By Sole

Enero 2011

A las 20:30 llegamos a Esquel. Estaba fresco y nublado. Fuimos con las valijas por el ripio, pasto y cada tanto por alguna vereda hasta la hostería “El Coirón”. Seba llevo la suya un tramo sobre la cabeza, yo fui peleando con las rueditas siempre en contacto con el suelo.
La habitación era más grande que las otras, cama grande con almohadas altas y duras, frigobar, el baño que tenía el sector de lavatorio por un lado conectado a la habitación y el sector inodoro- bañadera con puerta. Estaba ubicada en la planta baja, con ventana a la calle. Igual tenía una mejor relación calidad/ precio Sur Sur, que El Coirón.
Fuimos a cenar al “Almacén Patagónico”. Un local pequeño ubicado a unas 2 o 3 cuadras de la hostería, con muy poca concurrencia. Comimos una picada, con ingredientes a elección: queso pategras especiado ahumado, jamón de cordero, salmón ahumado, pancitos, cerveza, agua, maní, escabeche de vegetales (con ají extrapicante que no estaba especificado en la carta, incomible!) $55.
Esa noche, nunca supimos porque, aunque estaba la teoría del ají picante, a Seba le aparecieron unas petequias y lesiones púrpuricas palpable en tórax y brazos. Tal vez una reacción alérgica? Aparecieron un par más durante la noche. Si seguían apareciendo ya íbamos a ir al hospital! Nunca más un escabeche de vegetales!!!

Al día siguiente nos despertamos muy temprano, cerca de las 6:30. Las almohadas eran incómodas, muy altas y duras; el colchón estaba bien.
A las 8:45 nos fuimos a desayunar. Había café, leche, agua caliente, pan de molde tipo casero blanco e integral, cereales, yogures, mermeladas, manteca, queso untable, dulce de leche, queso barra y jamón cocido feteados, tarta de coco y tarta de almendras, budín, jugo de naranja. Bastante variedad, pero de todos los desayunos hoteleros este fue el que menos me convenció.
Salimos a caminar sin rumbo por Ameghino, llegando a la zona más céntrica. El tiempo continuaba nublado y fresco. No había mucho para hacer en la ciudad.
Entramos en un par de locales que vendían artesanías, conservas y chocolates.
Fuimos a almorzar a La luna. Pedimos pechuguita grillada con puré mixto, pollo con salsa de vegetales con arroz blanco y agua.
Volvimos caminando hasta El Coirón. Nos quedamos haciendo nada. Siesta, tv, mate, chocolate y lectura en el hall.
Volvimos a dar una vuelta por el centro y comprar algunas cosas que teníamos pendientes, al regreso nos fuimos a cenar a Don Chiquino.
Este restaurante estaba ubicado en la parte de atrás del Almacén Patagónico que habíamos ido la noche anterior, en el mismo terreno. Era un lugar extraño por su decoración. Colgando de las paredes y en estanterías: fotos antiguas de la familia, banderines de Racing Club, posters, botellas, sifones, cuernos, barandas, bombas de agua, y hasta un juego del sapito (para embocar fichines, chapitas de gaseosa en la actualidad, en los distintos agujeros obteniendo distintas puntuaciones).
Durante el tiempo que esperamos los platos jugamos con el sapo (1 solo partido en el que gané!), y nos trajeron juegos de ingenio (cubo y especie de almendra de madera para armar). Fue divertido, algo fuera de lo habitual. Pedimos fetuccini y sorrentinos de jamón, queso y muzarella con salsa pomarola, pancitos, tiramisú de postre y 2 aguas ($134).
Mientras comíamos, el nieto de Chiquino (un señor de unos 50 años) hablaba con los comensales, hacía adivinanzas, trucos de cartas y continuaba repartiendo juegos. Una opción interesante para ir a comer.


El último día, nos levantamos sin demasiado apuro, desayunamos y armamos las valijas.
Había amanecido lloviendo, y de igual manera permaneció hasta pasadas las 11 hs, momento en que pudimos salir. Por el viento que había era inútil utilizar el paraguas, si salíamos nos mojábamos si o si. Hasta esa hora estuvimos leyendo en el hall del hotel y por momento Seba mirando un partido de tenis de Nalbandian vs Hewitt.
Apenas dimos una vuelta por el centro y la estación de La Trochita, y regresamos.

A las 13:45 tomamos un remis hacia el aeropuerto. Este era super pequeño, mal diseñado, mucha gente en poco espacio.
A las 15:45, con 17 minutos de retraso subimos al avión. Era el mismo que había llegado un rato antes de Buenos Aires, pero nadie se encargaba de limpiarlo. Así que el avión que iba de Buenos Aires a Esquel iba limpio y el que volvía era una mugre.
Estaba sucio! Los guardarevistas estaban destruidos, faltaban revistas, en su lugar había un vasito de café, que aun tenía parte del contenido en el fondo. Como estábamos en la última fila, teníamos un baño cerca, del que salía olor a orina desde el mismísimo momento en que ingresamos. Nadie se había tomado el trabajo de tirar un poco de Lysoform o limpiador similar, aunque sea para aplacar el olor. Cuando llegué a Buenos Aires mandé una queja a Aerolíneas Argentinas, recibiendo aproximadamente 6 meses después un mail de respuesta diciendo que agradecían que me contactara con ellos para poder mejorar su servicio. Bla, bla, bla.
Adelante teníamos sentados a 2 franceses que habíamos olido en el hall de la hostería. El olor a orina del baño lograba aplacar su hedor a transpiración. Una sinfonía de olores super agradables.
Sacando el problema de los olores, el viaje fue tranquilo sin inconvenientes. Nos dieron la misma lunch box que a la ida.
Fue muy curioso el carrousel de las valijas en aeroparque. Algunas personas habían viajado con sus mascotas. Entre el equipaje había cuchitas transportables. En una venía un perro negro, grande, que ya habíamos visto en el aeropuerto de Esquel. De este fuimos testigo de todo el proceso de “drogado” del animal para que viajase tranquilo. Pero no era el único ser viviente de la bodega del avión. Lo acompañaba un caniche, que miraba asustado para todos lados, y un gato siamés.
Tomamos un taxi en aeroparque, teniendo que soportar la mafia de los abrepuertas.

PD: tenemos pendientes las fotos de Chiquino, que están perdidas en el disco rígido de alguna computadora.


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