By Sole
Enero 2011
A
las 20:30 llegamos a Esquel. Estaba fresco y nublado. Fuimos con las valijas
por el ripio, pasto y cada tanto por alguna vereda hasta la hostería “El
Coirón”. Seba llevo la suya un tramo sobre la cabeza, yo fui peleando con las
rueditas siempre en contacto con el suelo.
La
habitación era más grande que las otras, cama grande con almohadas altas y
duras, frigobar, el baño que tenía el sector de lavatorio por un lado conectado
a la habitación y el sector inodoro- bañadera con puerta. Estaba ubicada en la planta
baja, con ventana a la calle. Igual tenía una mejor relación calidad/ precio Sur Sur, que El Coirón.
Fuimos
a cenar al “Almacén Patagónico”. Un local pequeño ubicado a unas 2 o 3 cuadras
de la hostería, con muy poca concurrencia. Comimos una picada, con ingredientes
a elección: queso pategras especiado ahumado, jamón de cordero, salmón ahumado,
pancitos, cerveza, agua, maní, escabeche de vegetales (con ají extrapicante que
no estaba especificado en la carta, incomible!) $55.
Esa
noche, nunca supimos porque, aunque estaba la teoría del ají picante, a Seba le
aparecieron unas petequias y lesiones púrpuricas palpable en tórax y brazos. Tal vez una reacción alérgica? Aparecieron un par más durante la noche. Si seguían apareciendo ya íbamos a ir al hospital! Nunca más un escabeche de vegetales!!!
Al día siguiente nos
despertamos muy temprano, cerca de las 6:30. Las almohadas eran incómodas, muy
altas y duras; el colchón estaba bien.
A
las 8:45 nos fuimos a desayunar. Había café, leche, agua caliente, pan de molde
tipo casero blanco e integral, cereales, yogures, mermeladas, manteca, queso
untable, dulce de leche, queso barra y jamón cocido feteados, tarta de coco y
tarta de almendras, budín, jugo de naranja. Bastante variedad, pero de todos
los desayunos hoteleros este fue el que menos me convenció.
Salimos
a caminar sin rumbo por Ameghino, llegando a la zona más céntrica. El tiempo continuaba
nublado y fresco. No había mucho para hacer en la ciudad.
Entramos
en un par de locales que vendían artesanías, conservas y chocolates.
Fuimos
a almorzar a La luna. Pedimos pechuguita grillada con puré mixto, pollo con
salsa de vegetales con arroz blanco y agua.
Volvimos
caminando hasta El Coirón. Nos quedamos haciendo nada. Siesta, tv, mate,
chocolate y lectura en el hall.
Volvimos
a dar una vuelta por el centro y comprar algunas cosas que teníamos pendientes,
al regreso nos fuimos a cenar a Don Chiquino.
Este
restaurante estaba ubicado en la parte de atrás del Almacén Patagónico que
habíamos ido la noche anterior, en el mismo terreno. Era un lugar extraño por
su decoración. Colgando de las paredes y en estanterías: fotos antiguas de la
familia, banderines de Racing Club, posters, botellas, sifones, cuernos,
barandas, bombas de agua, y hasta un juego del sapito (para embocar fichines, chapitas
de gaseosa en la actualidad, en los distintos agujeros obteniendo distintas
puntuaciones).
Durante
el tiempo que esperamos los platos jugamos con el sapo (1 solo partido en el
que gané!), y nos trajeron juegos de ingenio (cubo y especie de almendra de madera
para armar). Fue divertido, algo fuera de lo habitual. Pedimos fetuccini y
sorrentinos de jamón, queso y muzarella con salsa pomarola, pancitos, tiramisú
de postre y 2 aguas ($134).
Mientras
comíamos, el nieto de Chiquino (un señor de unos 50 años) hablaba con los
comensales, hacía adivinanzas, trucos de cartas y continuaba repartiendo
juegos. Una opción interesante para ir a comer.
El último día, nos levantamos sin demasiado apuro, desayunamos
y armamos las valijas.
Había
amanecido lloviendo, y de igual manera permaneció hasta pasadas las 11 hs,
momento en que pudimos salir. Por el viento que había era inútil utilizar el
paraguas, si salíamos nos mojábamos si o si. Hasta esa hora estuvimos leyendo
en el hall del hotel y por momento Seba mirando un partido de tenis de Nalbandian vs Hewitt.
Apenas dimos
una vuelta por el centro y la estación de La Trochita, y regresamos.
A
las 13:45 tomamos un remis hacia el aeropuerto. Este era super pequeño, mal
diseñado, mucha gente en poco espacio.
A
las 15:45, con 17 minutos de retraso subimos al avión. Era el mismo que había
llegado un rato antes de Buenos Aires, pero nadie se encargaba de limpiarlo. Así
que el avión que iba de Buenos Aires a Esquel iba limpio y el que volvía era una mugre.
Estaba
sucio! Los guardarevistas estaban destruidos, faltaban revistas, en su lugar
había un vasito de café, que aun tenía parte del contenido en el fondo. Como
estábamos en la última fila, teníamos un baño cerca, del que salía olor a orina desde el mismísimo momento en que ingresamos. Nadie se había tomado el trabajo
de tirar un poco de Lysoform o limpiador similar, aunque sea para aplacar el
olor. Cuando llegué a Buenos Aires mandé una queja a Aerolíneas Argentinas, recibiendo aproximadamente 6 meses después un mail de respuesta diciendo que agradecían que me contactara con ellos para poder mejorar su servicio. Bla, bla, bla.
Adelante
teníamos sentados a 2 franceses que habíamos olido en el hall de la hostería.
El olor a orina del baño lograba aplacar su hedor a transpiración. Una sinfonía
de olores super agradables.
Sacando el problema de los olores, el
viaje fue tranquilo sin inconvenientes. Nos dieron la misma lunch box que a la
ida.
Fue
muy curioso el carrousel de las valijas en aeroparque. Algunas personas habían
viajado con sus mascotas. Entre el equipaje había cuchitas transportables. En
una venía un perro negro, grande, que ya habíamos visto en el aeropuerto de
Esquel. De este fuimos testigo de todo el proceso de “drogado” del animal para
que viajase tranquilo. Pero no era el único ser viviente de la bodega del
avión. Lo acompañaba un caniche, que miraba asustado para todos lados, y un
gato siamés.
Tomamos
un taxi en aeroparque, teniendo que soportar la mafia de los abrepuertas.
PD: tenemos pendientes las fotos de Chiquino, que están perdidas en el disco rígido de alguna computadora.
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