By Seba
El
Mundo Antiguo tenía a las famosas siete maravillas del mundo, de las cuales
sólo sobreviven las pirámides de Egipto. El resto tal vez hayan existido, o
quizás hayan sido productos de la imaginación y el mito. Recientemente se
volvieron a elegir a las maravillas del mundo, pero utilizando criterios
diversos y poco claros, mezclando obras del hombre con maravillas de la
naturaleza, como las Cataratas del Iguazú.
He
tenido la fortuna de ver magnificas construcciones hechas por el hombre:
algunas modernas, otras antiguas, todas fascinantes. También pude disfrutar de
perfectos escenarios naturales (pero después de conocer El Chaltén dejé de
buscar, ya había encontrado el mejor)
Algunas
obras arquitectónicas están tan presentes en fotos y películas de manera tal
que ofrecen poca sorpresa, o incluso algo de decepción cuando se está parado
frente a ellas.
Chichen
Itzá en México me pareció un lugar con una energía especial, aunque las tareas
de remodelación dejaron a la pirámide de Cuculcán demasiado “O kilómetro” para
mi gusto.
El Big
Ben asomando entre la bruma londinense es icónico e impactante, un imperdible.
La Tour
Eiffel es imponente desde lejos y sorprende por su altura, aunque desde cerca
se entiende la controversia que aún genera (no dejan de ser hierros
remachados…)
Con la
Sagrada Familia de Barcelona es diferente: es famosa por la altura de sus
torres, pero el genio de Gaudí está plasmado en los detalles.
El
Coliseo sorprende por su estado de conservación, y cómo otras obras del Imperio
Romano (cómo el acueducto de Segovia), nos genera admiración la visión y la
habilidad de sus constructores, teniendo en cuenta el desarrollo tecnológico de
hace veinte siglos.
El
Cristo Redentor de Rio o la estatua de la Libertad de Nueva York no generaron
emociones fuertes en mí: me gustó verlos y fotografiarlos, y si bien son
estéticamente irreprochables, no les encontré un significado movilizante.
En mi
lista imaginaria de lugares para ver en esta vida tengo pendientes varios:
Machu Picchu, las pirámides de Egipto, la Acropolis griega, El Kremlin, Santa
Sofia en Estambul, la Ópera de Sidney, la muralla china, isla de Pascua…
Por
suerte en 2014 pude tachar a uno de la lista: El Taj Mahal.
Intentando
transitar por las caóticas calles de Agra, esquivando vehículos, personas y
animales, llegamos a las márgenes del río Yamuna, a los pies del Red Fort. Mi
inocultable simpatía por los mapas y las guías de turismo me hicieron recordar
al instante que desde ese edificio se podía ver el mausoleo de Mumtaz Mahal;
así que haciendo caso omiso al guía que chapoteaba en el agua tratando de
describir el fuerte en español, giré la vista a la izquierda y se me cayó la
mandíbula. Sólo atiné a tocar el brazo de Sole para que mirase eso que
me había dejado atónito.
Si la vista desde el Red Fort -a unos 2 kilómetros en línea recta- es
sobrecogedora, la sensación de mirarlo de cerca ya sea desde las orillas del
rio como desde adentro del complejo es increíble.
¿Qué hace que un edificio sea considerado casi por
unanimidad como el más bello del mundo? ¿Será la perfección de sus líneas
simétricas? ¿Será el brillo del impoluto mármol blanco contrastando con el
cielo? ¿Serán las formas armónicas de sus cúpulas y minaretes? ¿Serán sus
detalles en piedras preciosas que brillan con el sol? ¿O será el halo de
misterio que la India le imprime a todo, haciendo que lo habitual se convierta
en mítico?
Es difícil continuar el viaje después de ver el Taj Mahal,
porque se tiene la certeza que lo mejor ya pasó, que nada de lo que venga podrá
superarlo. Al caminar hacia la salida se empieza a sentir esa melancolía y
nostalgia, que lleva a mirar hacia atrás una y otra vez, sacando siempre una
foto más, buscando “la mirada del adiós”.
Se
puede recorrer el lugar en 30 minutos, nosotros estuvimos poco menos de una
hora y media, pero creanmé que en el caso que una persona decida ir a visitar
el Taj Mahal todos los días de su vida, desde hoy hasta su muerte, ninguno de
esos días sería en vano.
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