sábado, 29 de septiembre de 2018

Isla Martín García: recorrido a mi manera!

By Sole

Con mi sombra proyectada hacia adelante como única compañía, tomo un sendero paralelo a la costa lleno de nostálgicos cañones: ayer relucientes piezas de artillería grises en actitud ofensiva asomando hacia el río, hoy resabios militares invadidos por el óxido ocultos en actitud defensiva detrás de un parapeto de espesa vegetación.


El esquemático mapa que traje impreso me guía a un largo túnel formado por árboles entre cuyas ramas se cuelan unos rayos de sol. Me entretengo buscando entre la maraña de ramas, hojas, raíces, yuyos y cactus del sotobosque algún signo de la fauna. Miro y escucho, pero no veo ni oigo nada: la quiescencia y el silencio de la siesta se apoderaron del lugar.



El camino muere abruptamente en la pista del aeródromo. No hay barrera ni cartel que impida atravesarla rumbo a la zona intangible, una lengüeta de tierra sin sendas cubierta por vegetación espinosa y pantanos en los que habitan mosquitos y ofidios venenosos como las yararás. Como si fuese a cruzar la calle miro hacia ambos lados, pero el sentido común le gana a la curiosidad y en lugar de precipitarme hacia lo inhóspito regreso sobre mis pasos hasta un desvío que conduce al interior de la isla.



Avanzo y retrocedo un par de veces buscando la base de la alta chimenea que sobresale como un periscopio entre la espesura: el crematorio. Finalmente, una de las sendas solitarias me lleva hacia un tinglado que cubre un gran horno de ladrillo como de pizzería, conectado por un caño al tubo longilíneo que antaño exhalaba humo.



Me acerco con cierta aprensión mientras compruebo que los panales de avispas que cuelgan del techo están deshabitados. Pispeo a través de una de las cuatro aberturas del incinerador, las fauces de ese monstruo que se alimentaba de cuerpos digiriéndolos a cenizas. Al rodearlo, descubro que del otro lado los orificios sin puertas son ocho, dos grandes y seis pequeños; asocio esa pequeñez con el cuerpo de un niño.



Las mortíferas epidemias de cólera y fiebre amarilla de fines del siglo XIX motivaron la construcción del crematorio y la de un lazareto que ya no existe. Si recluían a los presidiarios en medio del Río de la Plata, ¿por qué no hacer lo mismo con los infectados? Los pacientes de Buenos Aires eran aislados en la isla hasta su recuperación, o hasta perder la guerra contra los microbios. Otros de los huéspedes del nosocomio eran los inmigrantes que habían estado en contacto con infectados durante el viaje en barco desde Europa, quienes debían superar la cuarentena sin infecciones; los que pasaban la prueba seguían viaje hacia la tierra prometida.

Rubén Darío detalla en sus “Cartas del lazareto”, publicadas en “La Nación” en 1895,una lúgubre escena: “Las autopsias se hacen en un pequeño espacio que queda frente al horno de cremación, a pleno aire…. Concluida la tarea del médico, colóquese el muerto en dos tablas unidas por sus extremos. Entretanto, la alta chimenea de ladrillo está humeando. El horno aguarda. Acércome á mirar, y una bocanada ardientísima me hace retroceder. El cuerpo es colocado y empujado con una larga pala de hierro, sobre la superficie lista del lecho interior. Por una parte, á la entrada, hay una abertura por dónde se notan las llamas; mucha llama y mucho humo, negro y rojo; un verdadero purgatorio científico. Ciérrase la puerta y empieza la cremación”.

Como si estuviese en un tren fantasma, vuelvo al solitario túnel arbóreo hacia el cementerio. Tras un breve recorrido por el mundo de los vivos, en el que cruzo un par de personas en una confitería ubicada donde estaba el lazareto, un cartel invadido por el óxido anuncia la inminente llegada a destino.



Lo primero que se ve son dos filas de sepulturas que semejan cajas rectangulares blanquecinas de zapatos coronadas por cruces torcidas. El porqué de su forma es un misterio: la teoría más suspicaz dice que fueron confeccionadas por una secta anticristiana, mientras que la más realista es que era el único molde que había para hacerlas.



Camino entre las tumbas evitando ponerles caras o historias a los nombres tallados en lápidas y cruces de hierro enterradas a la sombra de los árboles que delimitan el lugar. Saco algunas fotos y salgo, no me siento cómoda aquí sola.

Falta una hora para que parta la lancha y apuro la marcha. Tomo el sendero hacia el antiguo puerto donde me sorprende una pared viviente de cañas de bambú que superan los 2 metros. Enseguida aparece un bosque de altos y fragantes eucaliptus con el mismo aroma que salía del humeante menjunje que preparaban las abuelas cada invierno para “abrir los bronquios”.




De repente noto un movimiento, algo se arrastra por el suelo. Al agacharme veo que es un gusano de 8 cm de largo, gordo y lleno de pelos rojos y blancos: ¡Es una oruga de mariposa bandera argentina! En Martín García crece el coronillo, un árbol del que se alimentan estos insectos con alas albicelestes.



El paso por el viejo puerto con su barrio chino es rápido. Su nombre nada tiene que ver con los orientales y los bambúes, sino que hace referencia a los mestizos o “chinos” que vivieron aquí. Dejado a la merced de la naturaleza, con higuerones que echan raíces por todos lados, solo quedan en pie los esqueletos de las viviendas: 200 metros de paredes despojadas de puertas, ventanas y alma.



Al rato desemboco en el pueblo que está despertando de la siesta. Un par de muchachos salen de la despensa con sudantes botellas de cerveza bien frías; un grupo de amigos se anima a unos mates calientes con bizcochos a la sombra de los árboles en la plaza y varios turistas se despiden de la isla cargando bolsas con pan dulce de la panadería Rocío, que viene horneándolos desde 1913.

Me quedo con ganas de seguir recorriendo los senderos y de ver los lagartos overos que suelen asolearse cerca de la costa, pero que hoy no se atrevieron a enfrentar los 35°C de la tarde. Con la promesa de regresar para continuar descubriendo los rincones menos visitados de la isla subo al catamarán, que al haber estado todo el día al sol y no tener aire acondicionado es un horno. El alivio llega cuando arrancamos y la corriente de aire comienza a entrar por las ventanillas. Las suaves oscilaciones de la embarcación me acunan y duermo mi postergada siesta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario