By Seba
África es la
cuna de la humanidad: el primer mono que empezó a caminar en dos patas salió de
este continente, el continente que en el símbolo de los Juegos Olímpicos tiene
el anillo de color negro.
Algunos siglos atrás, el continente negro empezó a ser visto con una avara simpatía por los blancos europeos, que empezaron a navegar sus costas para adquirir marfil, oro y otras riquezas.
Ya en el siglo
XIX, el continente africano fue dividido entre las potencias que establecieron
colonias e implementaron políticas extractivas a expensas de la población
local, sumida en la opresión y la miseria. La historia reciente del África
subsahariana es más o menos similar en todos los países, pero el que tiene más
matices y particularidades es el territorio de la actual Sudáfrica.
Los holandeses
se establecieron en lo que hoy es Ciudad del Cabo hace cuatro siglos, estructurando
su organización política y construyendo su identidad en base a una nueva
lengua, el afrikáans. Ya en el siglo XIX, la Inglaterra victoriana posó sus
ojos en el extremo sur del continente, y consolidó su control en la región –primero
comercial y luego político– al finalizar
la guerra anglo-bóer de inicios del siglo XX. Con el transcurrir de las
décadas, fue cediendo autonomía a los “nativos” blancos, quienes se iban a
establecer en el gobierno imponiendo una serie de leyes que configurarían el
régimen del apartheid.
En qué consistía
el apartheid? Básicamente separaba a los blancos (un 10% de la población) de
los no blancos (el 90% restante), asignándole a los segundos una pequeña
porción de tierra, y negándoles el acceso al resto del territorio. En paralelo,
hubo un cercenamiento de derechos para los negros y los coloured (mestizos y
personas de origen asiático) en cuanto a la educación, la salud, la propiedad
privada, la libertad de expresión. En este sistema, un negro no podía votar, no
podía vivir en áreas blancas, no podía educarse con los blancos, no podía protestar
ni manifestarse.
Ese régimen duró
cuatro décadas, hasta inicios de la década de los 90. El entonces presidente De
Klerk decide liberar a Nelson Mandela, quien había estado preso más de 25 años
por oponerse a la opresión. Luego de la sanción de una nueva Constitución que
se alzaba por encima de las viejas leyes consagrando una gran amplitud de
derechos, Mandela fue elegido presidente de la República Sudafricana.
Todo esto sucedió
hace ya dos décadas. Posteriormente, Mandela fue galardonado con el Nobel de la
Paz, cedió el gobierno a colegas del partido ANC, se retiró de la política y
falleció en 2013, convirtiéndose para siempre en un símbolo universal de la lucha por la libertad, la democracia y
la reconciliación. Fue capaz de expresar una novedosa visión de su nación, dejando de lado el
rencor y el sectarismo para sumar a todos (incluso a sus antiguos opresores) en
la construcción de una nueva identidad sudafricana, más moderna y plural. A
pesar de los fantásticos avances, su sueño de hacer de Sudáfrica una nación
arcoíris aún no termina de materializarse por completo.
Sudáfrica tiene
catorce lenguas oficiales, libertad de culto, una bandera multicolor y un himno
nacional que incluye cinco idiomas distintos en su letra;
en las calles, plazas y playas se ve un mosaico racial propio de una sociedad cosmopolita.
Sin embargo, no pueden esconderse todas las secuelas del apartheid: desigualdad
económica, millones de personas hacinadas en las “townships” (villas miseria)
de los alrededores de las grandes ciudades, una epidemia de SIDA que es la
principal causa de muerte entre los adultos, dejando un tendal de huérfanos…
La postal de los
países emergentes son los contrastes: el brillo de los grandes edificios y los
autos de alta gama entre las viviendas precarias, la pobreza y el crimen a la
sombra de las autopistas y los grandes estadios construidos para el Mundial del
2010.
Todos estos
contrastes de la vida sudafricana se dan en un escenario de una diversidad natural asombrosa, que incluye mares helados
surcados por majestuosas ballenas y tiburones, escarpadas colinas que guardan
tesoros primitivos, desiertos interminables, profundos valles y la sabana que
se prolonga hasta más allá de donde llega la vista para ser hogar de la fauna
más espectacular de nuestro planeta.
De esta forma
Sudáfrica se va integrando al mundo con el rol de país más poderoso del
continente, como una enorme fuente de minerales y un destino turístico global,
con un potencial de desarrollo sumamente tentador para los inversores internacionales.
A pesar de este
despertar, en su esencia mantiene sus luces y sombras y la convivencia de
opuestos, expresados en un espíritu festivo y guerrero, crudo y sensible,
aventurero y tradicional. En las praderas y montañas en las que los primates
aprendieron a caminar erguidos, los hombres de hoy están aprendiendo a caminar
con dignidad, hacia el país que Mandela soñó desde su diminuta celda de Robben
Island.
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