By Seba
Huí del
hostel del barrio de Chueca bien temprano, antes que mis ocasionales compañeros
de habitación dejasen de roncar. Nuevamente rumbo a la estación Charmartín,
esta vez para tomar el tren que me alejaría de Madrid y me depositaría en
Santander.
Esta
ciudad portuaria del norte de España se extiende a lo largo de la costa de la
bahía de Santander y es el emblema de Cantabria por su importancia económica. A
pesar de no ser un foco turístico por excelencia, siempre tuve ansias de
visitarla motivado por las historias que repetía mi abuela materna, que era
oriunda de la ciudad.
Pasado
el mediodía llegué a destino y caminé unas cuadras hasta la pensión donde me
iba a alojar. Estaba cerca de la estación de trenes y de la salida de los
autobuses, aunque en una zona oscura y
con poco movimiento nocturno.
Una vez
organizados los próximos días, crucé el túnel peatonal hacia el centro de la
ciudad y empecé a caminar por la calle Calvo Sotelo, que se convierte en el
Paseo Pereda, un boulevard costanero que ofrece inmejorables vistas de la
bahía. El día era diáfano y caluroso, así que tomé un micro y llegué
rápidamente a la zona de playas, ahorrando tiempo y energías. La playa del
Sardinero se extiende por poco más de un kilómetro y tiene una amplia franja de
arenas blancas, con un mar de un azul profundo, aunque con aguas muy frías.
A unos
200 metros del mar se encuentra el estadio del Real Racing, que para no ser
menos también se llama “El Sardinero”. A diferencia de los estadios del
Barcelona o del Real Madrid, aquí no hay museo, ni tour guiado. Simplemente me
asomé a una oficina, dije que era hincha del Racing de Argentina y que quería
conocer el estadio, y me hicieron pasar sin hacer preguntas, sin cobrarme, sin
siquiera revisarme. Así que entré por la sala de prensa, luego a las cabinas de
transmisión y por último ingresé a la zona de plateas. El estadio es pequeño,
pero cómodo y coqueto y tiene una capacidad de unos 25000 espectadores. Me
llamo la atención que es una de las tribunas había una bandera que festejaba la
unión de los dos Racing, el de Avellaneda y el de Santander.
Racing de Avellaneda en Santander |
El
paseo vespertino siguió por la Península de la Magdalena, una hermosa zona
recreativa arbolada, que supo albergar una residencia veraniega de la realeza
(hoy reconvertido en hotel y centro de convenciones). El recorrido por la
península permite disfrutar de la vista de la costa y las playas, e incluye un
pequeño zoo y una réplica a escala de las carabelas de Colón. La tarde se prestaba para volver caminando al
centro, disfrutando de un helado.
Playa el Sardinero con Peninsula de la Magdalena de fondo |
El día
siguiente amaneció con nubarrones amenazantes, pero eso no impidió que tomara
un micro que al cabo de 30 minutos me iba a dejar en Santillana del Mar. Este
pequeño pueblo –cercano a las Cuevas de
Altamira y sus pinturas rupestres– es un
lugar increíblemente pintoresco, con sus casas de piedra, sus calles onduladas
y sus balcones floridos.
Balcón de Santillana |
Antes de las 10 de la mañana, cuando llegan los
turistas, es apacible y tranquilo. El edificio más destacado es el colegio y
convento de la Colegiata, con su hermoso claustro y sus columnas decoradas con
motivos celtas. Luego de unas cuantas fotos y algunos kilómetros caminados por
los alrededores del pueblo, era momento del almuerzo: callos (mondongo) y
bacalao, acompañado por un vino blanco de la zona y de postre, natillas.
Claustro de la Colegiata en Santillana del Mar |
De
regreso en Santander me fui hasta un centro comercial en las afueras de la
ciudad, y luego de recorrer bastante finalmente pude encontrar camisetas del
Real Racing para llevar de recuerdo. Volví por las calles del centro, buscando
provisiones para armar una picada y disfrutar Holanda vs Uruguay, por las
semifinales del Mundial.
La
mañana siguiente era el momento de marcharse, el próximo destino era Bilbao. Un
par de horas en micro bastaron para
llegar al epicentro del País Vasco.
Había
decidido tirar la casa por la ventana y reservar una habitación en un hotel 4
estrellas, en el casco viejo de la ciudad.
La estación de buses queda muy cerca de San Mamés, el estadio viejo del
Athletic de Bilbao. Desde allí parte el moderno tranvía que circunvala la zona
más nueva, y cruza la ría Nervión para llegar a las callejuelas más antiguas.
La
identidad propia de los vascos se hace presente en cada rincón de la ciudad,
comenzando por los carteles de las calles y los comercios. En Bilbao conviven
la modernidad, el diseño y la amplitud (física y conceptual) de la zona
céntrica, con la estrechez y lo antiguo de la zona de las 7 calles, que se
conservan desde el medioevo.
El
Museo Guggenheim y el puente Zubizuri del arquitecto Calatrava son probablemente
los máximos exponentes de lo nuevo. La fachada del museo y sus formas son
imponentes, y brillan reflejando la luz solar. La araña gigante que lo custodia
es un ícono inevitable, al igual que el “perrito” de flores de unos cuantos
metros de altura que descansa al lado del ingreso. El puente es un primo
cercano del puente de la Mujer que el mismo arquitecto diseñó para Puerto
Madero, en Buenos Aires.
Fachada del Museo Guggenheim |
Puente de Calatrava en Bilbao |
La
tarde tuvo la visita “obligada” al estadio y al museo del Athletic. Una guía al
frente de un grupo reducido de turistas y fanáticos nos llevó por las entrañas
del estadio, sus tribunas y el campo de juego. En aquél 2010, el nuevo San
Mamés (que se inauguraría en 2013) era sólo un proyecto, y la vieja “Catedral”
seguía siendo escenario de épicas batallas del bravo equipo local, que mantiene
la tradición de presentar solamente jugadores vascos en sus filas.
Con el
comienzo de la noche, comenzó mi búsqueda de un buen bar para ver la semifinal
entre España y Alemania. Las ansias de autodeterminación del pueblo vasco
impulsan cierta antipatía hacia lo español, que se tradujo en un tímido apoyo
hacia el equipo teutón. El triunfo de La Roja, que tuve que verlo en la
habitación del hotel dado que ningún bar transmitía el partido, fue recibido
sin festejos.
Disfrutando
de mi habitación privada, mi ducha personal y la cama de dos plazas, tuve una
plácida noche de descanso antes de conocer la dinámica Barcelona. En pocos
días, España me seguía mostrando que cada rincón tiene su propia impronta, y
que ese país que desde lejos se ve homogéneo es un espacio con mosaicos de
innumerables colores.
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